Friday, June 16, 2017

Aquel bebé inocente tenía todo el derecho del mundo a nacer.

Hola, soy Claudia Marcela y soy colombiana.


Soy fruto de una violación a mi madre cuando sólo tenía 15 años a manos de un conocido de la familia.

Mi madre, aún con la inocencia propia de una niña de su edad, no pudo decir nada en su casa por miedo a las amenazas de la persona que la ultrajó y la dejó embarazada.

Ella no entendía por qué su cuerpo estaba cambiando tan rápidamente pero no se sentía con el valor suficiente para contar a su mamá, Ana, a su abuela Mercedes y a su hermana Amanda lo que le había sucedido.

Fue algo muy doloroso para ella.

Sin embargo, la persona más afectada con esta situación fue su abuela Mercedes. Mi madre era la niña pequeña y consentida, la niña de sus ojos. Fue tan grande su dolor que enfermó y, desde aquel día que conoció la noticia de la violación, ya no fue la misma.

Mi familia buscó con ganas al hombre que había cometido aquel horrible crimen para entregarlo a las autoridades pero él se había marchado de la ciudad.

Mi madre y mi abuela decidieron seguir con el embarazo, no sólo por el tiempo avanzado de gestación, sino también porque aquel bebé inocente tenía todo el derecho del mundo a nacer.

Pasaron los meses y nací. Dice un tío de mi madre que mi nacimiento ayudó a aliviar un poco el dolor pero  la abuela de mi madre, es decir, mi bisabuela Mercedes, no pudo superarlo y cayó a la cama enferma de depresión.

Ella pedía todos los días que me acostaran a su lado para consentirme, besarme y contemplarme, pero su dolor no le permitió continuar más y murió al poco tiempo.

Esto hizo que mi mama se culpara  por su partida y se endureció consigo misma y con su bebé.

En pocos meses su hermana Amanda, mi tía, se casó con un hombre llamado Edgar, que se enamoró de mí desde el primer momento en que me vio y se convirtió él, y también mi abuelo, en referentes paternos.

Mis abuelos no vivían juntos desde hacían un buen tiempo. Mi abuelo residía en otra ciudad con su propia familia; él me hacía de padre durante las vacaciones cuando lo visitaba. Era amoroso y  divertido. En todos encontraba amor pero en mi madre notaba mucha distancia aunque muy preocupada por llenarme de regalos y cosas materiales y no entendía el porqué.

Con el paso del tiempo, pregunté por mi padre y la respuesta fue que había muerto antes de que yo naciera.

Cumplí los 13 años y un familiar me confesó la verdad. Aunque descubrir la verdad resultó muy duro, aquella confesión sobre mis orígenes me hizo entender la actitud de mi madre.

Sin embargo, nunca lo hable con ella por el temor de lastimarla  al recordarle ese momento tan doloroso.

El tiempo fue pasando y cumplí los 21. Quedé embarazada de mi novio Carlos pero no imaginaba que lo estaba. Fui a un chequeo médico porque me sentía muy mal y el doctor me hizo una ecografía donde se veía una pequeña imagen como un simple granito de arroz. Entonces, el doctor me dijo: “Claudia, estas embarazada”.

Lejos de importarme si el padre se haría responsable o si mi familia lo aceptaría, mis ojos se llenaron de lágrimas, mi corazón quería saltar de amor y felicidad  pero el doctor creyó que mi llanto era de miedo y me dijo: “Claudia, si quieres abortar estás a tiempo y yo te puedo ayudar”.

Lo miré con ojos grandes, de ira y le respondí con deseos de golpearlo: “Carnicero, daría mi vida por mi hijo; haría todo por él sin importarme nada más”.

Salí furiosa del consultorio, busqué al papá de mi hijo y le dije con emoción y gran fuerza: “ESTOY EMBARAZADA, lo voy a tener con o sin tu ayuda”. A lo que él me respondió que estuviera tranquila, que estaríamos juntos en todo aquello y que aquel bebé era tan hijo suyo como mío. Aquellas palabras del que después sería mi esposo me llenaron de paz y ánimos.

 Fuimos entonces a hablar con mi madre. Y aquella mujer que siempre fue dura y fuerte como roca se fundió como hierro en el fuego con esta noticia. Mi abuela estaba feliz.

La batalla se desató en el seno de la familia cuando mi tío Edgar supo la noticia. Las mujeres de la casa deseaban que fuera una niña pero mi tío anhelaba que fuera un varón para, así, dejar de ser el único león de la manada y esperaba la llegada de otro hombre para que le respaldara y lo acompañaba.

Finalmente, mi tío acabó venciendo porqué nació un hermoso niño que acabaría por dominar a todas las mujeres, incluyéndome a mí, su madre. Aquel niño resultó una gran bendición.

A los seis meses de nacer mi hijo Mauricio me embaracé de mi hija Laura y 13 años después de mi nena Ana Valeria. Mis hijos han sido mis grandes tesoros.


Años después, mi madre pidió ayuda psicológica para superar todo el trauma que supuso la violación y yo la acompañé. Lo hicimos juntas.

Gracias a Dios y a la terapia recibida, se dio cuenta de que la única persona con quien podía contar en su vida era su hija y aquel descubrimiento, feliz aunque muy tardío, la llenó de enorme serenidad.

Mis hijos supieron esta historia en la adolescencia. Fue duro para ellos pero lo aceptaron con la sabiduría y el amor de Dios.

Con la frase “Dios hace nacer rosas donde sólo hay rocas” me gustaría que esta historia llegara a todas las mujeres que no saben qué hacer cuando se encuentran en una situación parecida o se plantean la posibilidad de abortar.

Todo en mi vida lo pude lograr con el ser maravilloso al que siempre le dije "papá", y ese ser maravilloso, celestial, se llama Jesús. A Él acudí siempre, en todo momento y también a su Santa Madre, María.

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